Suenan
cinco campanas antes del amanecer,
unos
pasos puntuales se escalonan en la acera,
es
de nuevo la misma señorita cansada
que
se dirige rauda a algún sitio lejano
a
buscar el sustento de los sueños de antaño
que
poco a poco se diluyen en la constancia.
Los
haces matutinos se asoman tras el horizonte,
comienza
el exilio del hogar a un duro trabajo
que
no perdona ni tristezas ni enfermedades
de
los peones del juego jornalero y urbano.
Avanzan
con pesadumbre entre los hombros
de
soportar el susurrante ajetreo cotidiano,
el
desorden causado por la urgencia
de
tener que llegar siempre temprano.
Y
comen y beben como todos los demás seres,
padecen
de la urgencia de tener un poco de paz,
de
poder construir con esfuerzos un futuro,
de
tener una ligera sospecha de existir.
¿Qué
le han hecho al mundo?
Por
qué tienen diario que sufrir y mantener
una
vida que no parece en lo mínimo justa
por
la sangre y el trabajo derramado
en
las aceras, en las urbes, en los campos.
Y
yo también permanezco a su lado,
a
veces vencido y otras veces anegado,
¿cómo
soportar el golpe de la soledad
en
este camino perdido en la inmensidad?
El
día muere lentamente sobre sus pies,
la
luna renace para poder custodiar
el
regreso del alma herida y cansada
de
aquella solitaria mujer aburrida,
de
aquel hombre de manos lastimadas,
del
fastidio, de la tortura, del sufrimiento,
del
retorno al refugio a una vieja morada.
¿Qué
será de él cuando el tiempo se pierda?
¿Qué
será de ella cuando sea de nuevo madrugada?
¿Qué
será de esos ojos grises, apagados,
de
la mirada que se va perdiendo en la nada?
¿Qué
será de aquella esperanza guardada
de
ver una verdadera vida el día de mañana?
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